En el tiempo que llevo aquí he construido dos refugios. Son simples, sencillos pero me protegen. Uno esta hecho con las ramas de un arbusto que tiene las hojas muy juntas y recubiertas de una sustancia que repele el agua. Lo descubrí un día que intentaba protegerme de una tormenta. Aquí las tormentas son distintas. Un día de sol cae una gota y como los ejércitos siguen a los generales a continuación empiezan a llover con una furia especial que puede durar unos instantes o el resto del día.
Otras veces la tormenta se anuncia como si fuera un gran señor. Primero envía vientos fríos y afilados y pone en escena desde el mar su juego de relámpagos y rayos a la vez que oculta el sol. Sientes el miedo que galopa hasta ti como uno de los jinetes del Apocalipsis y te crees tan indefenso como el día que vas a morir. Unos instantes antes de que llegue, la tormenta se deja oír. Los truenos son cañones disparando en tus oídos salvas que se secundan unas a otras sin final. Sientes que el cielo se abre y como tiembla todo tu cuerpo con cada relámpago, con cada trueno y quieres volverte infinitamente pequeño, esconderte, para que la tormenta no se fije en ti. Ha hecho de ti algo sin voluntad, sin fuerzas para escapar y cierras los ojos y te conviertes en un ovillo caído en el suelo cubierto únicamente de miedo. Eres nada. Te has convertido en nada. Luego, cuando quiere, se aleja.
Las ramas se arrancan bien y después de entrelazarlas y anudarlas como mejor he sabido, las he colocado alrededor de un palo mas o menos de mi altura y ha quedado un triste chamizo que me permite esconderme de las tormentas.
Allí dentro y temblando de miedo, cada vez que llueve, siento como si estuviera en el útero de una nueva vida.
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