jueves, 1 de diciembre de 2011

En el tiempo que llevo aquí he construido dos refugios. Son simples, sencillos pero me protegen. Uno esta hecho con las ramas de un arbusto que tiene las hojas muy juntas y recubiertas de una sustancia que repele el agua. Lo descubrí un día que intentaba protegerme de una tormenta. Aquí las tormentas son distintas. Un día de sol cae una gota y como los ejércitos siguen a los generales a continuación empiezan a llover con una furia especial que puede durar unos instantes o el resto del día.
Otras veces la tormenta se anuncia como si fuera un gran señor. Primero envía vientos fríos y afilados y pone en escena desde el mar su juego de relámpagos y rayos a la vez que oculta el sol. Sientes el miedo que galopa hasta ti como uno de los jinetes del Apocalipsis y te crees tan indefenso como el día que vas a morir. Unos instantes antes de que llegue, la tormenta se deja oír. Los truenos son cañones disparando en tus oídos salvas que se secundan unas a otras sin final. Sientes que el cielo se abre y como tiembla todo tu cuerpo con cada relámpago, con cada trueno y quieres volverte infinitamente pequeño, esconderte, para que la tormenta no se fije en ti. Ha hecho de ti algo sin voluntad, sin fuerzas para escapar y cierras los ojos y te conviertes en un ovillo caído en el suelo cubierto únicamente de miedo. Eres nada. Te has convertido en nada. Luego, cuando quiere, se aleja.
Las ramas se arrancan bien y después de entrelazarlas y anudarlas como mejor he sabido, las he colocado alrededor de un palo mas o menos de mi altura y ha quedado un triste chamizo que me permite esconderme de las tormentas.
Allí dentro y temblando de miedo, cada vez que llueve, siento como si estuviera en el útero de una nueva vida.

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